Cuando la excitación es proporcional al miedo y esas dos fuerzas atávicas chocan, entran en combustión todos los demás sentimientos de que dispone el ser humano. Y lo hacen con desmesura. La ira y la envidia. La rabia y la desesperación.
Embarrados como nos hallamos en la histeria de lo inmediato y lo histriónico parece que cualquier dualidad, por ferviente que sea, es pobre. Nunca hay suficientes argumentos a favor, ni en contra, hasta el punto que cuando una acude a la experiencia futbolística y su equipo pierde ya no sabe si lanzarse orgulloso a la defensa de los suyos o incendiarlo todo e irse a la cama sin cenar y conectarse a Netflix el resto de la semana.
Quizás sí sea cierto que, en la era dónde todo se compra y se vende, también el amor y la cordura se están perdiendo.
Con sentimientos contradictorios se fue el aficionado blaugrana de Montjuïc el martes por la noche. Por un lado agradecido por haber vivido de nuevo días que le volvían a situar a la altura de su historia reciente en el terreno emocional. ¿Cuánto hacía que no éramos partícipes de una previa de máximos vuelos? Todo el mundo parecía reticente a pedir más a su equipo. Al fin y al cabo, a quién se le puede pedir resistir tantos minutos con diez hombres ante la artillería de la que dispone Luis Enrique?
Es cierto que la cuesta parecía muy empinada después del error de Araújo, pero también lo es que, en la hora que sucedió a la expulsión del charrúa, se sucedieron los fallos colectivos. Estos no desaparecen de una semana a otra aunque elimines al Napoli y golees al Atleti en su feudo. La cruda verdad es que el Barcelona compitió mal después de la expulsión. Que Luis Enrique dio una lección a Xavi sobre como presionar en bloque. Que el Barça no encontró el balón, replegó demasiado y mal, y estuvo infantil en el corte y el achique. Afición y equipo habían vuelto a sentir mariposas en el estómago demasiado tiempo después pero a la hora de la verdad, el idilio con el futbol volvió a ser fugaz. Dafne se convirtió en piedra otra vez en el preciso instante en que Apolo le quiso echar la zarpa.
A la misma hora del día siguiente se establecía, para mayor cabreo, una comparativa odiosa. Ver la resistencia numantina que el Madrid de Ancelotti fue capaz de manifestar en Mánchester dejó en “ligera” la actuación defensiva de los de Xavi ante los parisinos. Ni siquiera las formas pudo mantener el técnico egarense, ahora mismo más cerca de convertirse en un capitán que salta del barco que en un líder real. Siendo futbol ficción, qué culer puede evitar imaginar hoy como hubiera competido el Real Madrid de encontrarse en la misma situación con la que se encontró el Barça el martes?
Si se encontraran en un bar a las tres de la madrugada el Barça sería un adolescente imberbe con acné que se estaría riendo con sus amigos, eufórico porque la más guapa de la clase ha empezado a hacerle caso. Antes que el mundo nos comiera y nos devorara todos y cada uno de nosotros pensábamos que la historia, en nuestro caso, iba a ser diferente.
Si nos fijáramos en el fondo de la sala, en la otra punta de la barra, hallaríamos otro perfil de hombre. Un cincuentón canoso y desaliñado, a años luz de su mejor momento, alcoholizado e incluso con aspecto de homeless. Su recorrido vital habría tenida más subidas y bajadas que el relieve que las múltiples cicatrices de su cuerpo otorgan a la piel que habita. A diferencia de ese muchacho inocente, sabe que el amor no existe, o como mínimo que no existe tal y como los jóvenes creen que lo hace. Sabe que el querer con furia instintiva y voraz es una chispa que tiende a durar más bien poco. Que esa confluencia desbocada de energías un día se torna en apatía. Es consciente que cuando esa fiebre haya pasado más le vale que haya agua en la piscina. Si no es así no hay relación que pueda sostenerse. Es consciente que los años pasan para todos y que es jodido vivir con ellos a cuestas. Que en el camino del amor un día también se cruzarán la enfermedad, la vejez, el abandono, la soledad. A las tres de la mañana los incautos, ansiosos por lamer las mieles de la pasión, están riendo con la expresión acapullada del principiante. Otros, en la oscuridad y con el mono de trabajo puesto, han mordido el polvo de tener que afrontar el fracaso laboral crónico, las visitas incómodas al médico, la ingratitud de unos hijos veleidosos, el trago amargo de un divorcio espinoso o la culpabilidad de no haber sabido cuidar a los padres en tiempo y forma. Todo mezclado en un cubata aguado que se calienta demasiado rápido.
Después de una primera ojeada superficial uno podría pensar que van a ser los jóvenes dicharacheros los que se mostrarán más preparados para el triunfo cuando llegue la adversidad. Pero de ninguna manera va ser así. Cuando de pronto se desata el apocalipsis y cunde el napalm; cuando las ciudades y los bosques del mundo están infestados de zombis o brota el cordyceps en los salones recreativos; cuando tienes al mejor conjunto frente a tí hay equipos que se disipan como la llama y se extingue en plena borrasca. Otros equipos, con el devenir de las décadas, a fuerza de ganar mucho, aprenden a convertirse en el invierno.
Algunos o muchos, ciegos en su incredulidad, afrontan el terrible dilema de tener que contestar cada año a lo mismo: cómo es posible que de una forma u otra el Real Madrid siempre llegue a sentarse en el trono de hierro, inundando de nieve el salón y marchitando la primavera de los otros aspirantes? Es muy sencillo. No han reparado en que el Real Madrid es el trono de hierro en sí mismo. Nunca juega a la ruleta rusa. Él es el revólver.
Circunstancias históricas, políticas, económicas y sobretodo deportivas le han elevado a ese pedestal. Es la corona encarnada en corona. No basta con deponerle. Es necesario fundirlo con aliento de dragón.
Precisamente por eso tiene un mérito extraordinario haberle ganado tantas veces.
El Barça perdió contra el PSG sobretodo porque ante la adversidad se abandonó al miedo. Por el contrario, ante la agonía, su rival eterno sonríe. Él es la adversidad. Pareciera que se siente a gusto muriendo. Desvaneciéndose. Y quizás esa sea la clave. Los más románticos dirán que no es tan importante morir, al fin y al cabo. También Di Caprio estaba muerto y enterrado bajo el hielo y resucitó. Eso es el futbol a veces y la Champions, en particular, mucho más a menudo: Saber llevar la máxima expresión de tu resiliencia al límite, hasta que el rival se ahogue en sus propios intentos. Da igual las veces que te atraviesen las balas del enemigo mientras, cómo Lázaro, sepas escuchar la voz que te apresura a levantarte.
El Barcelona es ese muchacho imberbe e incauto sobretodo porque es un equipo por hacer, algo que su entrenador no ha contribuido a remediar. Lo es porque sus directivos (los que quedan) se ven sobrepasados por la tasca titánica que tienen ante sí: devolver un club depauperado a las máximas cuotas de grandeza en terminios inalcanzables. Lo es porque afición, entorno y técnicos se acostumbran a restar indiferentes al hecho que se haya ido perdiendo el amor por el balón como argumento principal de su desempeño futbolístico. El verdadero ADN. Y luego, claro, está la cuestión de la edad empírica. El callo blando de nuevo recluta tardará en endurecerse. Sus argumentos futbolísticos más estimulantes llevan pañales: Cubarsí (17), Fort (17), Gavi (19), Lamine Yamal (16), Fermín (20), Pedri (21), Guiu (18)… Futbolistas que por edad no pertenecen todavía a una generación ganadora ni consolidada. Lingotes más verdes que un aguacate, como no puede ser de otra forma y aún así… sostienen al equipo. Sin su irrupción no habría habido temporada para el Barça. Les pedimos a críos de instituto que levanten la orejona cuando ningún grupo de adolescentes lo ha conseguido jamás, a excepción quizás de aquel Ajax de Van Gaal que campeonó en el 95’: Van der Saar (24), Reiziger (22), Seedorf (19), Davids (22), Overmars (22), Musampa (17), Kanu (18), Kluivert (18).
Constatada esta diferencia entre los que disfrutan sufriendo y los que todavía sufren demasiado compitiendo el culer puede adoptar dos actitudes diferentes. La primera es odiar y nada más. Sentir envidia y dejarse corroer. La segunda es aprender algo positivo mientras transita el tortuoso camino de la purificación, que será largo. Debe ser compatible querer que el Madrid pierda hasta el avión al tiempo que se reconocen sus múltiples virtudes como equipo. Rafa Márquez, o el que llegue para dirigir este grupo, deberá trabajar desde su propia personalidad futbolística para igualar esa capacidad competitiva. Desde la humildad de espíritu y el orgullo de pertenencia a un estilo. Debería ser compatible también reconocer las propias limitaciones al tiempo que se exige la máxima entrega a todos los implicados.
Y qué hay del Atlético? Todo apunta que le va a tocar vivir tiempos de apuro e inquietud. Cuando era fiel a sus principios el mundo le decía que no merecía el aire que respiraba. Atreverse con los grandes, mirar a Barça y Madrid de igual a igual, fue algo que muchos nunca le podrán perdonar a Simeone. Tanto es así que le repitieron hasta la saciedad que sus victorias no tenían valor. Que debería darle vergüenza ganar como el miércoles lo hizo su eterno rival o como lo ha hecho tantas veces el Barça de Xavi.
Paradójicamente, o no tanto, con el intento de transformación de su fútbol llegaron también la distensión y el conformismo. Hace diez años le criticaban por ser aplicado y meterse en el garaje los viernes por la noche. Le menospreciaban si quería ser el equipo del pueblo. Y hoy que quiere salir de fiesta por la parte alta de la ciudad sus propietarios le esconden las llaves de la moto.
Dios da pan a quién no tiene dientes.