El Real Madrid engulló al Barça en una final de Supercopa en la que mostró todas las deficiencias de los blaugrana como colectivo. Los blancos, claros dominadores de principio a fin, despojaron a los de Xavi de cualquier opción y les condenaron a una penitencia que puede ser definitiva para el técnico egarense.
La Supercopa de España debía ser para el Barcelona un soplo de esperanza en sí mismo. Un camino corto pero intenso, ideal para recuperar la confianza y la fe en sus propias posibilidades. La oportunidad perfecta para reivindicar su papel de aspirante a los grandes títulos del presente curso.
Para el Real Madrid, tan bien encaminado en las tres competiciones principales, el viaje a Arabia podía suponer la confirmación rimbombante de un momento de gran solidez colectiva y el reconocimiento inapelable hacia una plantilla más rica en matices y posibilidades de lo que muchos creyeron en agosto.
Los más optimistas entre las filas azulgranas se decían a sí mismos que en Clásico todo era posible. Que la diferencia entre los dos equipos que se había ido viendo desde el inicio de curso no tenía porque mantenerse en un enfrentamiento directo. Pero la realidad se impuso con rotundidad en la Riad merengue. El Real Madrid se mostró insultantemente superior, desplegó a su antojo todas las formas conocidas de hacer daño y fue certero cuando debió serlo. Los de Xavi siempre fueron a remolque, a merced de la tempestad.
No hubo sorpresas en el once de Ancelotti salvo, quizás, la inclusión de Mendy en detrimento de Camavinga, cuyo despliegue e inspiración fueron reservados para el segundo tiempo. Xavi Hernández a su vez, tuvo a bien reforzar la medular del equipo con la inclusión de Pedri y el sacrificio de un delantero, buscando más control i posesión. El canario ya había vuelto en la semifinal ante Osasuna, desplegando su magia y dando otro aire al juego. Sus sensaciones habían sido positivas en lo referente al físico, algo muy a tener en cuenta siempre que se habla del de Tegueste. Ambos técnicos apostaban por rellenar los espacios en el centro del campo, esperando el desgaste del contrario y el aprovechamiento de los errores en la salida.
Luego los vaticinios dejaron paso a la masacre.
En cuanto cayó el telón se vio enseguida que había un equipo mucho más inspirado que otro. El Barcelona presionó sin harmonía ni convencimiento y el Real Madrid pudo romper líneas a su antojo a través del pase, ya fuera en largo o en corto. El equipo de Xavi defendió la línea del fuera de juego con pulso infantil, de forma cándida, incapaz de hacerse fuerte ante los desmarques del rival y en los duelos individuales. Era un equipo sin identidad, pero sobretodo sin entidad. Quiso ir arriba pero no mordió en campo contrario como requería la ocasión y se abrieron a la espalda de sus defensas abismos sin fin, de modo que el partido empezó con un doble golpe para los azulgranas. Pan comido para Vinícius y Rodrygo para quienes el primer tiempo fue como subir a la noria.
Si el Barça esperaba hallar la lámpara para poder invocar al genio, lo que descubrió fue la oscuridad más absoluta en la noche del desierto. Encontró los barros movedizos y la tormenta de arena. Y sangró.
Con 2-0 en el marcador y la final encarrilada, los blancos quisieron jugar con la agonía del Barça. Cada contra de los de Ancelotti podía ser mortal y los madridistas se lanzaron a inflamar las heridas de su contrincante. Kroos en la contención y Bellingham en el despliegue atropellaron el ritmo trotón de Gündogan, a un Pedri de determinación liviana y a un De Jong que parecía del todo oxidado. Aunque, curiosamente, el Barça sacó el carácter y el orgullo en el momento de mayor desesperación. Supo hacer aflorar a verde lo último que le quedaba: la categoría. A través del balón y la asociación de sus centrocampistas fue arrinconando el Madrid en su área, se ordenó, respiró y presionó más arriba. Hasta que encontró a Lewandowski para volver a entrar en el partido.
Aunque la alegría fue un espejismo.
En cuanto el Real Madrid vio recortada su ventaja se adueñó del balón, llevó a su rival a la retirada y encontró un penalti que muchos discutirán pero que le devolvió la ventaja de dos goles. La jugada fue un fiel reflejo del partido y de la superioridad de los blancos en los primeros sesenta minutos del encuentro: cuando quisieron correr, corrieron. Cuando quisieron tener el balón también lo dominaron a su antojo.
El Barça quiso aglutinar el balón en el inicio de la segunda mitad, buscando retomar la fórmula que le había dado el gol pero nunca creó verdadero peligro. Un Pedri exhausto, un Sergi Roberto desubicado y un Ferran al que aún le dolía el poste que le negó el gol en la primera mitad fueron sustituidos por Joâo Félix, Fermín y Lamine Yamal para intentar revitalizar la circulación. El plan, si lo había, exigía desbordar a los laterales de Carletto para encontrar resquicios entre sus hombres pero sus cimientos no se movieron ni un milímetro.
Para ese entonces el Barcelona era un equipo quebrado, a expensas de las contras blancas. Los dos equipos estaban igual de cansados pero sólo uno de los dos estaba muerto. De nuevo Vinícius (extraordinario jugador, deportista cuestionable) comandó el ataque de los suyos para facilitarle a Rodrygo el premio. Los dos brasileños seguían en su parque de atracciones particular y Xavi, consciente que su equipo estaba siendo muy inferior, alargó la cara con el 4-1. La pesadilla de los culers se recrudecía. Ni tan siquiera podían recuperar el balón cada vez que el Madrid se lo escondía, dejando a relucir todas las carencias de un equipo con mucha calidad individual, que ha gastado mucho gracias a los malabarismos financieros pero que vive absolutamente falto de automatismos. Que parece haber perdido la competitividad y lo que pudiera quedar del ADN del que habló su entrenador en la previa.
El ritmo, la tensión la cordura y el convencimiento futbolístico fueron de los de Ancelotti de principio a fin y el castigo para los de Xavi fue grandilocuente. Pocos a excepción de los más jóvenes (Yamal, Fermín) sintieron el desgarro del orgullo herido y se rebelaron.
Es una derrota infinitamente más dolorosa que la de Montjuïc. Por el resultado, por las formas y por la sensación de no haber estado a la altura del rival en ningún momento. Quizás sea el final de un entrenador el equipo del cual se encuentra en plena involución en su segundo año. ¿Estarán las consecuencias del desastre a la altura de su magnitud?